Aránzazu González Herranz
Hace pocos días volvían a proyectar en la televisión el oscarizado film de Roman Polanski “El Pianista”, rodado en 2002 con Adrien Brody como actor principal, dando vida a un músico polaco en los años del Holocausto, escondido, es testigo de los muchos horrores cometidos por los nazis, como las palizas, incendios y matanzas indiscriminadas. Este tipo de testimonios gráficos ilustran y dan una idea del terror y de la barbarie que algunos seres humanos, como nosotros, tuvieron que soportar simplemente por nacer y vivir en un momento de la historia equivocado. Sin embargo, lo peor de todo es la consigna con la que estas obras de arte del cine fueron creadas, para que sirvieran de homenaje primero y de ejemplo de lo que no debería ocurrir de nuevo, recordando a las víctimas inocentes, pero sobre todo para tomar conciencia de lo que no necesita repetición para ser comprendido. De niña, en la escuela, en las clases de historia -una materia a la que dediqué siempre un denotado interés-, aprendimos lo que no debía volver a repetirse. Años más tarde en diferentes estancias por el Este de Europa, comprobé por mí misma el dolor que todavía causaba hablar de unas décadas que en Europa y especialmente en Alemania habían sido realmente duras, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias para vencedores y vencidos, ya que todos fueron derrotados.
Y no sólo con la perspectiva del tiempo y alejada de lo que hoy denominan zona de confort, sino intercambiando ideas e impresiones con alemanes del Este y del Oeste, ese país que en pocos días sumará treinta y cuatro años de la caída del Muro de Berlín, y por tanto del fin del comunismo aterrador y cautivo que mantuvo a tantas familias separadas tanto tiempo. Una Europa dividida por el telón de acero, y una reunificación costosísima en todos los aspectos, que aun hoy conserva ciertas amarguras entre alemanes de primera y de segunda. Un dolor que inundó todo el siglo XX para repetirse de nuevo en Los Balcanes en los 90 y ahora en un mundo globalizado, donde la conexión a Internet elimina cualquier distancia por extensa que sea, y donde la convivencia pacífica era el mayor de los logros de este milenio, volvemos a tropezar en la misma piedra, una y otra vez.
Una guerra que secuestra a Europa y otra a Oriente Medio, un mundo donde la pandemia de la covid-19 quedó postergada al olvido, a base de dirigentes desnortados que han retrocedido al medievo una sociedad avanzada, condenándola al suicidio, jugando a ser Dios y haciendo ver lo poco que vale la vida para aquellos que deciden arrancársela a otros en un segundo, sin temblarles el pulso.
No hemos aprendida nada de nada ni jamás lo aprenderemos cuando el mayor negocio de todos, la guerra, está en juego, un holocausto no es suficiente, ni todas las matanzas a sangre fría que se procuren unos a otros con el pretexto religioso de resistir a un lado u otro del sinsentido más atroz. Ya no son películas simulando una realidad que ocurrió, son guerras en directo, viralizadas, televisadas, violaciones de derechos humanos sin códigos, sin límites, sin compasión y con total crueldad.
Aquellos alemanes, polacos, austriacos, españoles, americanos, etc. que murieron en las playas del desembarco de Normandía, en el principio del fin de aquella guerra europea, que dejaría tanta huella en las generaciones siguientes, con ciudades completamente destruidas y reconstruidas después alimentando el orgullo nacional herido, neutralizado con las imágenes de cadáveres que apartados con excavadoras como si de escombros se tratasen y enterrados masivamente en fosas comunes en los repulsivos campos de concentración después de haber sido gaseados, quizás hasta el punto de que hoy podamos preguntarnos, si todas esas personas sufrieron menos de lo que ahora están sufriendo las que han sido masacradas allanando sus casas de repente, decapitadas y violadas antes de acabar con su vida en otros puntos del mapa, no tan lejanos y en pleno siglo XXI.
Un aprendizaje nulo, una decepción colosal, una suerte incierta, un miedo desalentador, una libertad a medias, una impotencia infinita, una pena inagotable, y el germen de otras guerras futuras que nadie podrá negar ante un odio difícil de remediar cuando has visto asesinar a tus padres y hermanos, y donde ser mujer es una complicación añadida.
Dicen que el miedo es libre, porque nadie puede razonarlo ni acotarlo, su función es prepararnos para la supervivencia, para dar una respuesta rápida y eficaz ante una amenaza real o imaginaria. Un miedo que atormenta, amigo de los monstruos de Goya, que nos invade y nos impide ser todo lo felices y libres que éramos antes, como si fuese el precio a pagar por tantos y tantos mártires con los que el azar ha hecho una especie de canje, privándoles de la vida sin más.
Dedicado a todas las personas muertas en el horror de la guerra, y a las que sobrevivieron resistiendo a lo indecible e indigno del ser humano.