El segundo concurso de microrrelato de La Voz de El Espinar ha conseguido reunir a más de 30 participantes entre las dos categorías, adultos e infantil, ya que la juvenil ha quedado desierta. El jurado, formado por: Carlos Parrilla, Licenciado en Derecho, colaborador en La Voz de El Espinar y autor de seis novelas publicadas; Cristina Oleby, escritora de literatura infantil y colaboradora con sus relatos para adultos en varias revistas digitales; Jesús Rey, Graduado en Filología y profesor de lengua castellana y literatura en el IES María Zambrano de El Espinar; y Óscar María Barreno, escritor espinariego autor de varios libros de poemas, literatura infantil y de adultos; ha valorado todos los relatos enviados, y sus votos han llevado al siguiente fallo:
Categoría Adultos: existe un empate por lo que, al quedar desierto el concurso en la categoría juvenil, se entregan dos premios en adultos.
El anciano del bosque
La niebla barruntaba un día desagradable en la Panera, magnífico entorno natural rodeado de pinos en plena Sierra de Guadarrama. Manuel y Pedro, ambos vecinos y nacidos en El Espinar, se habían dado cita a las cinco de la mañana para ir a por setas.
Se adentraron por senderos recónditos del pinar, sabedores de los mejores lugares para encontrar Boletus, hongos muy valorados y deliciosos que salían por aquellos lares.
En un momento dado, Pedro echó en falta a su amigo y se detuvo. Lo encontró una decena de menos atrás, perplejo, observando algo o a alguien. Se acercó presto.
Cuando llegó a su altura, su cara fue fiel reflejo de la de su amigo.
Ante ellos se mostraba un anciano de larga barba e indumentaria extraña. Vestía pantalón de pana y una camisa hecha jirones. Su rostro, ajado por los años vividos a la intemperie. Su boca, carente de dientes, se abrió despacio. Antes de pronunciarse, alzó un bastón de madera de tamaño considerable. Pedro y Manuel retrocedieron dos pasos, aún incrédulos.
— ¿Sois nacionales o republicanos? — interrogó sin más.
Los dos amigos se miraron perplejos. No lo podían creer.
— Baje el palo, buen señor — se adelantó Pedro —. Ni lo uno, ni lo otro. Somos amigos y vecinos de El Espinar.
El hombrecillo cesó en su amenaza y se acercó a ellos.
— ¿En qué año estamos? ¡Y hablad alto que oigo mal, copón!
Ahora fue Manuel quien contestó.
— En el 2024.
Las piernas del anciano comenzaron a flaquear. Se sentó sobre la húmeda tierra del pinar con la boca abierta. Los miró fijamente, resopló, y con lágrimas en los ojos preguntó de nuevo:
— Entonces… ¿quién ganó la guerra?
Pedro se acercó y lo ayudó a levantarse. Manuel le habló al oído.
— Las guerras no las gana nadie, padre.
CRIS LOCRE
El pasaje
No encuentro el camino de regreso. Sé por dónde he entrado a este lugar, estoy seguro de que es justo pasado Peña del Águila ya en dirección hacia San Rafael, donde unos pinos jóvenes forman un corro; quizá la memoria me engaña o puede que el bosque haya ocultado la salida. El bosque de noche no solo cambia de aspecto, también cambia de intención. Hay una vibración que emiten los árboles, una energía pulsátil que va de rama en rama, un murmullo de raíces y tierra. Y el peso de una mirada ubicua que cuando te giras cambia de lado. Pero no sabía de esa dualidad hasta hoy, trece de agosto. La tarde no era demasiado calurosa y he decidido subir hasta Cabeza Líjar para ver el atardecer desde el mirador. Esta visión lejana, en la que el pueblo parece una maqueta, me ayuda a ver mi vida pequeña también, tan solo un juego que a veces me tomo demasiado en serio.
Al regresar, la última luz se ha ido extinguiendo y al pasar Peña del Águila ya me rodeaba la oscuridad. He sacado la linterna y he caminado despacio. Es entonces cuando, ya dentro del círculo de pinos, he llegado a este lugar. Un pasillo hecho de troncos que irradian una luz tenue. Hay alguien más aquí, oigo voces que hablan otro idioma, silbidos de balas, sonidos de botas pesadas, también voces infantiles que cantan canciones antiguas y hachas que golpean con fuerza. He dicho hola y solo me ha respondido un susurro de viento entre las hojas. El móvil no tiene cobertura. Vuelvo sobre mis pasos y siempre me encuentro en este extraño pasillo sin fin. En casa estarán inquietos, tengo hambre y estoy cansado. Quizá cuando amanezca pueda salir. Una mano acaba de rozar mi hombro.
James Moriarty
Categoría Infantil:
La casa de los mil secretos
En San Rafael había una leyenda que decía que por el Paseo Rivera había una casa abandonada con un pez de tres ojos. Cuenta la leyenda que allí vivió la familia Martínez, y todos los años pedían en Halloween truco o trato, un año no fueron a pedir truco o trato. ¡¡¡uuuuuuu!! y no se les volvió a ver.
En el año 2025 cuando muchas personas visitaban la casa para comprarla, y no se les volvía a ver por el pueblo.
Muchas pero que muchas veces intentaron derribarla, pero siempre pasaba algo, como por ejemplo se rompía el mecanismo de las máquinas o desaparecían las máquinas etc…
En el colegio CRA San Rafael todos decían que a la clase de 4º B les encantaba la intriga.
En clase de plástica querían ir al parque para ver hojas diferentes y dibujarlas pero en realidad era para investigar la casa abandonada.
Como no se abría la puerta le dieron una patada a la puerta y cayó por completo.
En la primera sala encontraron 14 palancas con diferentes símbolos, les costó entenderlo pero comprendieron que cada símbolo era la personalidad de cada niño de la clase. Cuando movieron las palancas, la puerta del gran ojo se abrió.
Descubrieron una especie de cubo de rubik muy desordenado y un reloj de cubos de rubiks.
Rafa lo tenía que hacer en un minuto, pero no se dio cuenta de que cada vez que giraba afectaba a la habitación y debido a eso se daban unos porrazos sus compañeros….
Cuando consiguió hacer el cubo se abrió un pasadizo donde estaban todas las familias que no fueron a Halloween y decían que no pasaba el tiempo.
Los sacaron a todos y fueron a ver a sus familias después de tanto tiempo que habían estado separados.
La científica
AQUÍ OS DEJAMOS TODOS LOS RELATOS PARTICIPANTES:
Categoría Adultos
Creciendo cerca del carril
“Ricardo hemos notado al pasar por El Espinar, el tren 254, que cómo sabes no tiene, parada, un fuerte golpe, que nos hace sospechar, que puede ser un carril roto”.
Así transcurrió mi niñez, entre vías y estaciones. Mis primeros pasos a la vida, tuvieron lugar, en una “casilla” llamada “La Molinera”, entre Tablada y Cercedilla donde serpenteante bajaba por la ladera, ésa entrañable máquina de vapor, con su chaca, chaca, cha.
Los inviernos son duros y mi padre, se tiene que ausentar, para limpiar las vías de nieve, para que pudiera circular el tren.
Mi madre, se quedaba sola conmigo, pero en las noches, el miedo llegaba, sin piedad, ya se encargaban los lobos de bajar de la sierra y con sus aullidos, perseguir al ganado, que con sus carreras, para salvarse se refugiaban en las paredes de la “casilla”.
Mi madre gozaba de la compañía, de “Manolo” mi gato de “angorina” que en señal de protección, la acariciaba las piernas, con su cuerpo. “Colín” mi perro, lanudo, que no se separaba de mí, cuidándome. ¡Ah! También, mi madre metía a la cabra, para que no se helara. ¿Sabéis por que? Porque su leche era mi sustento.
Éste bebé del “microrrelato” con el paso de los años, ya tiene el pelo níveo y arruguillas por el rostro, han pasado 73 años, de aquel momento.
Hoy; he tomado el tren, he pasado por la “casilla” sólo queda una hermosa y vistosa pradera, donde las margaritas blanquean, diciendo amor. He seguido volteando mis recuerdos en mi corazón, pasando Tablada, Gudillos, San Rafael, el tren ya no para, el reloj no tiene manillas, el factor no está, Los veraneantes no se bajan, en El Espinar porque éste tren no tiene parada, pero el carril está arreglado.
MALAQUITA
El sentir gabarrero
16 de marzo de 1955. Un gabarrero se abre paso en medio de la nevada en la Sierra de Malagón para descollar un pino, una vez cortada la coguta, ve que tiene poca leña. Le tocará pasar hambre y frío.
El pinar no juzga, sentencia.
16 de marzo de 1975. El gabarrero y su hijo, soportando el fuerte viento serrano, tronzan entre los dos un pino que han tumbado en la Garganta del río Moros. Su madera no es mala, algo les darán por él.
Con el aire, cada pino tañe su propia nota.
16 de marzo de 1995. El gabarrero, su hijo y su nieto, bajo un sol abrasador, desroñan con el hacha de dos bocas un enorme albar en Aguas Vertientes. Lo dejan listo para ser acarreado, hoy sacarán un buen jornal.
El eco del hacha es el lenguaje gabarrero.
16 de marzo de 2025. El hijo, nieto y biznieto del gabarrero, arrastran con sus mulas matalonas un pino en la plaza del ayuntamiento de El Espinar. Lo realizan como exhibición en La fiesta de los Gabarreros, mientras al vetusto leñador le hacen entrega del reconocimiento “Gabarrero de Honor”, por toda una existencia manteniendo viva la Sierra de Guadarrama.
En ese momento…
Con la respiración sibilante levantando su lánguida mirada.
Los pináculos de San Eutropio le recuerdan los copetes de los pinos del pinar.
Pispato
El placer de comprar el pan
En mi pueblo, El Espinar, comprar el pan es darte un paseo que va siempre parejo con un acto social que se expresa mediante “el saludo”.
El saludo precisa del gesto y de unas palabras, que van desde el simple “hasta luego” acompañado de la sonrisa, o una tranquila charla que se alarga como la mañana.
Comprar el pan es el más simple de los actos del día, rutinario, pero nos reconoce como personas sociales.
Hoy en la panadería coincido con Javi, que ya lleva recorridos más de cinco kilómetros, un compromiso de un hombre que camina con dos muletas.
—Hola Javi como vas— le digo, y como muestra de afecto me acompaño de una sonrisa.
—Aquí a comprar el pan y a casa a preparar la comida– me dice Javi con humor, y sonríe como si hoy fuese el mejor de sus días mientras descansa apoyado en sus frágiles piernas y en las muletas que sujetan sus brazos. —Que tengamos buen día.
— Javi un abrazo.
– Hasta luego tocayo.
Parece simple, pero que transcendente es dar o recibir ese hasta luego.
Ayer el encuentro fue con Teresa, mi vecina, que como siempre va coqueta y muy arreglada, y con sorna me dice: —Aquí, comprando el pan. Pero tengo un disgusto, ayer se despidió el mayordomo y hoy me toca hacer todas las faenas.
Con sus casi noventa años, ha cruzado el parque Geromini con su carro de la compra y su perrita y ha subido a la Corredera, siempre desbordando humor y simpatía.
En fin, que todos los días cojo cincuenta céntimos del monedero y voy donde Mirian a comprar media chapata, estoy seguro que por el camino me encontraré con alguien que va a hacer más placentera mi vida.
—Hasta luego.
JAVIER GASTELURRUTIA
Ahora están juntos
Siempre fuimos al cerro de la Hoya, la comida en neveras portátiles, todos juntos.
Yo debía tener unos 10 años, me gustaba vagabundear por allí mientras todos descansaban a la sombra.
Tropecé, pero al aterrizar lo vi, una piedra plana con un símbolo grabado en ella. Instintivamente, me la guardé en el bolsillo y la olvidé hasta llegar a casa, donde la coloqué en el cajón de mi mesita de noche, lugar donde almacenaba mis tesoros más preciados.
Esa fue la noche donde tuve por primera vez ese sueño que me acompañó tantos años. Sueño con ellos, altos, de pelo claro y caras limpias, pero preocupadas, ella parece llevar el peso del mundo en sus ojos y él está siempre preocupado. Me hablan sin voz, visten con pieles que no conozco, y me miran con una urgencia desmesurada, como si me necesitasen, pero me angustia no poder saber qué hacer para ayudarles.
Ayer cumplí 20 años, y el sueño cambió, por primera vez escuché sus voces. Ella se llama Sigrid y el Ubbe, llegaron con sus familias durante la invasión vikinga y el destino les separó. No estaban destinados a estar juntos, pero al embarcarse Ubbe, Sigrid no lo pudo soportar y se metió de polizón en la expedición hasta llegar aquí, donde la descubrieron.
La abandonaron y castigaron a Ubbe, pero antes de irse se entregaron unas runas grabadas con las que juraron volver a verse como una promesa, (Raido hacia la derecha que significa viaje) aunque nunca sucedió, pero les mantuvo conectados en sueños. Ubbe murió intentando volver, sin saber que Sigrid apenas sobrevivió sola unas semanas.
Antes de morir, Sigrid grabó la runa que encontré, Raido orientada hacia la izquierda: injusticia y muerte. Guiado por sus sueños, pude encontrar los restos de Ubbe y reunirlos por fin.
Ratichi
El Espinar first
La primera vez que oyó hablar de El Espinar fue en una conversación que el servicio secreto le interceptó a un minero de criptomonedas. Ahora, no demasiado tiempo después, estaba aquí. Ni que decir tiene que disponía de cientos, si no de miles, de personas que podrían haberse encargado de aquello. Pero asuntos tan vitales como este prefería controlarlos de primera mano por muy difícil de creer que le hubiera resultado a quien hubiera tenido noticia de tan secreto viaje.
Lo esencial era mantener el anonimato. La gorra calada de los Yankis cubriendo el cabello de color inconfundible y las gafas de sol le ayudaban, pero era difícil pasar desapercibido pronunciando Corredera con su boca hecha para el inglés. Era difícil no llamar la atención pidiendo torreznos para acompañar la cerveza, pero no pensaba renunciar a ellos mientras esperaba la llamada que estaba a punto de llegar. ¿Por qué tardaban tanto esos mother fuckers?
Desde la perspectiva que le ofrecía la mesa en que apuraba la segunda cerveza, observó que el bar que le había servido era el único establecimiento abierto al público. Si su gente hubiera hecho su trabajo, no le hubiera extrañado que todo estuviera cerrado un miércoles por la tarde. Claro que si su gente hiciera bien su trabajo no haría falta que él controlara de primera mano este tipo de asuntos.
Al fin sonó el teléfono. Al otro lado de la línea el doctor McFly confirmó que en la Garganta hay más litio que en las tierras raras de Ucrania. Donald Tump colgó sin contestar e inmediatamente hizo una llamada. Confirmado, Elon. Tenemos que anexionarnos El Espinar antes de que se entere el amigo Vladimir. ¿Por cuánto crees que nos lo vendería Pedro Sánchez? Empecemos por ponerle a los sombretretes unos aranceles del doscientos por cien.
Álvaro Trece
Tiempo de descuento
Cumplía un último deseo: recorrer aquellos parajes de la infancia antes de que la parca viniese a buscarla.
No mediamos palabra alguna, dejamos que la brisa acariciara nuestros rostros y que ella pudiese evocar aquellas reminiscencias del ayer dormido en ese San Rafael que la viera nacer en los años de hambruna. El recuerdo del padre desaparecido laceraba su corazón al detenerse en aquel vetusto y decadente apeadero de San Rafael. Marchito, como ella, en esas postrimerías de la vida, donde las arrugas pesan y anuncian que el ciclo de la misma está llegando a su fin.
Una lágrima descendía sobre aquel rostro empapado de ayer, donde esa niña, alzando su manita, le decía adiós, hasta pronto…
Me miró, me sonrió y apretó con fuerza mi mano mientras susurraba.
Ahí está, Calíope, como hace años, ese último tren que le llevara a Madrid.
Miré a los ojos a la abuela y en ellos vi el amargo adiós que ella acertara a ver en su progenitor, más de siete décadas atrás, en su párvula puericia.
Toda una vida sin haber olvidado ese instante. Tan solo, por conveniencia, lo había anestesiado y ahora, en el tiempo de descuento, volvía para sacudirla de nuevo.
Vimos pasar de largo aquel tren que antaño parara y hogaño viniese a perturbar la paz de la abuela.
Aquella misma noche, mientras dormíamos, la dama de la guadaña vino a buscarla, pero ella se fue impregnada del aroma de los pinos de su forestal, empapada de recuerdos e instantes, que ahora se quedarán suspendidos en el aire como antaño dormidos en el verano del 54, cuando desde aquel apeadero su padre, mi bisabuelo, partiese para ya nunca más volver.
Abuela, el pasado nunca muere y regresa, para inquietarnos, en el postrero viaje de la vida.
Calíope
Aguas turbulentas
Era una tarde fría y lluviosa. Aparcó el coche en la puerta de la farmacia y al levantar la cabeza, abrazada por un cielo gris plomizo, vio la imponente iglesia de piedra a la que tantas veces le había llevado su abuela cuando era pequeña para rezar al cristo del Caloco. Los limpiaparabrisas del coche no daban abasto de la cantidad de agua que caída. Recogió su larga melena negra en una coleta, se echó la capucha del chubasquero y se bajó del coche. Avanzó hacía la calle Yecla donde las aguas del río bajaban con fuerza a través del canal hecho bajo el asfalto. Por lo visto hacía un par de años las fuertes tormentas habían hecho desplomarse el suelo de la calle y desde entonces había quedado a la intemperie el rio. Sara se aproximó a los hombres de la Guardia Civil que acotaban la zona manteniendo alejados a vecinos y curiosos que se aproximaban al lugar para mirar.
– Hola, soy la inspectora Plaza de la brigada de homicidios de Madrid.
– Buenos días inspectora, es un placer tenerla aquí. Soy el Sargento Núñez, estoy al mando de la investigación.
– Muy bien, me han puesto al corriente del suceso en la oficina, si le parece vayamos hacia la zona.
Ambos bajaron calle abajo y se aproximaron a la parte del gran socavón más próxima a los contendores de reciclaje que daban a la calle puente Ledesma. Una vez allí se hicieron hueco entre los hombres de la científica vestidos con monos blancos que tomaban fotografías del cadáver y muestras del suelo de la zona. Sara se agachó, se persignó y con delicadeza apartó el mechón de pelo de la cara de la víctima. Aquella mujer delgada de pelo canoso le resultaba tan familiar…
Morrigan
¿Quién dice que no puede haber dinosaurios en el monte de El Espinar?
¿Quién dice que no puede haber dinosaurios en el monte de El Espinar? Yo no los he visto, es cierto, pero tampoco he visto a otros muchos animales que se pasean por nuestros montes y estar, están.
No hablo de un gran diplodocus, cuyo enorme cuello sobresaldría por encima de las copas de los pinos. Tampoco un temible tiranosaurio, con un rugido que escucharíamos desde la plaza del ayuntamiento y que daría más de un susto a los vecinos y los turistas. Pero tal vez uno de los pequeños, que se mueven rápido y silenciosos, si hubiera podido escapar de las miradas curiosas de los paseantes y recorrer cada día su territorio, desde La Forestal hasta Cueva Valiente.
Si me pongo a analizar qué puede necesitar un dinosaurio lo tengo claro. Lo primero es espacio, y de eso, aquí tiene de sobra. Con el agua más de lo mismo, hay arroyos y fuentes dispersos por todo el monte. Comida hay para todos los gustos, si es herbívoro hay pastos y multitud de arbustos de los que alimentarse. Y si es carnívoro, malo será que no pueda cazar insectos, ratones o algún pajarillo que llevarse a la boca.
Lo que más dudas me genera es el clima, porque, aunque coincido en que ya no hace el frío que hacía antes, no se si eso es suficiente para un animal de sangre fría. Pero si ha llegado hasta nuestros días, quien soy yo para dudar de ese pequeño superviviente.
Entonces ¿quién dice que no puede haber dinosaurios en el monte de El Espinar? Yo no los he visto, es cierto, pero tampoco he visto a otros muchos animales que se pasean por nuestros montes y estar, están.
Perseida
Me gustan tantas cosas
Me gustan tantas cosas…
Escuchar mil veces esa canción, palabras que forman parte de mi léxico. Bailar bajo la lluvia de marzo en Cueva Valiente, mojados de dicha. Las botas que no le gustan a nadie pero llevan mi camino impreso. Leer libros del japonés de los gatos, las dos lunas y los paisajes solitarios de melancolía intemporal. El olor de Arroyo Mayor corriendo entre las piedras de los juegos infantiles el día de mi fabricación. Las charlas de nada más que de nada y bla, bla, bla, del futuro, lo que haremos, a sabiendas de que lo importante es lo que hacemos con nuestros días hoy. Creerme diferente desde el principio de mi programación, y descubrir que sin amigos no eres nada. Saborear la cerveza compartida en los bares de siempre a ritmo de lemas tabernarios libertarios. Saltar. Reír. Llorar. Emocionarme con verte cuando llegas a casa y no he terminado todas las tareas asignadas, con la tonta excusa de tener demasiadas historias en el microchip principal. Ser una inteligencia artificial IACHATGPT44 que no sabe cuándo dejará de funcionar. Saberlo, y sonreír.
Isaac Asimov
Ahí estás
Nunca sabía que era lo que la llevaba a rebuscar en sus recuerdos, almacenados como si se trataran de libros en una estantería polvorienta abandonada.
Pero ese día después de una carrera bajo la lluvia supo perfectamente que hoy volvería a uno de los pocos recuerdos que siempre habría querido borrar. Se sentó e intentó agarrar la pequeña hebra que la conduciría hasta él, para no perderlo como el sueño que se difumina a lo largo del día.
Y ahí estaba:
Pero ella sí se dio la vuelta y corrió. Se prometió que no tardaría más de 15 minutos. Corrió por el Caño del cura hasta llegar al Ayuntamiento. Ella no escuchaba el jolgorio de la gente, las peñas, los quintos… Solo correr para llegar al pase de tarde de la verbena en la Corredera.
Recorrió con la mirada el conglomerado de gente que disfrutaban de esas horas festivas después de pregón.
Pero a pesar de que lo que más ansiaba era encontrarle, supo inmediatamente que no sería como en las películas. Que no encontraría su rostro, ni que él notaría que posaban la vista sobre él y se daría la vuelta.
Recorrer el camino de vuelta con el ruido de los coches transitando por las calles adoquinadas, el latido del corazón exhausto después de semejante esfuerzo, fue doloroso.
Cuando se volvió a tranquilizar después de recordar se juró a sí misma que acabaría transformando su recuerdo en un recuerdo.
Amaral
Tengo miedo
Tengo miedo.
Estoy solo. Mi pareja y mis hermanos están a salvo.
Me aventuré en una noche de luna nueva, oscura y fría. Debo hacerlo por ellos. De mí depende su supervivencia. La de mis hijos, la de mis padres, la de mis hermanos.
Tengo miedo.
Aunque conozco cada palmo del terreno por donde voy: partí desde La Boca del Infierno y seguí el curso del Arroyo del Boquerón, oliendo el agua –el agua no es inolora–, corriente abajo, escuchando el falso silencio de la oscuridad. Todo se oye, todo, aparte de mis propias pisadas sobre la húmeda hierba, la húmeda arena.
Tengo miedo.
El peligro se esconde detrás de las piedras de las vallas que limitan mi tierra y que acotan la suya. Eso me hace girar a la izquierda a la altura de Los Cerrillos y poder camuflarme entre las pimpolladas de las faldas de Cabeza Renales.
Tengo miedo.
Me siento más seguro bajo la oscuridad de los pinos jóvenes porque ya oigo los ladridos de los perros que trae la brisa desde La Quebrada. Aquí no estoy a su alcance. Ladran por ladrar. Sé que soy bastante más inteligente que ellos y que tardaré poco en llegar a La Dehesa Chica, antes, incluso, de que les llegue un suspiro de mi olor. No son más que unos vasallos obedientes por un plato de comida. Yo soy libre como el aliento del aire que acumula cientos de olores – el aire no es inoloro-.
Tengo miedo.
No veo sus cuerpos, pero huelo su presencia y es como si viera sus delicados rasgos, sus patas veloces, sus orejillas moviéndose a un lado y a otro, su carne tierna. Un grupo de corzos.
Vuelvo con mi familia. Mañana no vendré solo.
Tengo miedo.
Soy un Lobo Ibérico.
Otso Bakartia
Desaparecida
Se despertó. No sabía dónde estaba. Recorrió la habitación con la mirada, por si encontraba algo para saber dónde se encontraba, pero solo halló las paredes blancas y desnudas. Se incorporó de repente, aguzó el oído y sólo encontró los ruidos de niños gritando y riendo, y de sus padres pidiéndoles algo más de silencio.
Se giró como un autómata y descubrió una pequeña ventana justo por detrás del cabecero de su cama. Se encogió un poco para poder mirar y vio una diminuta parte de La Corredera. Repentinamente, le vino un recuerdo de por qué se encontraba allí. Un escalofrío le recorrió la espalda. Poco a poco, las voces de los niños fueron casi imperceptibles para sus oídos. Ya no le importaba nada aquello que sucediera fuera ni la imponente figura de La Corredera, no tenía mucho tiempo para eso. Tenía problemas mucho más gordos y mucho miedo. Demasiado miedo para poder controlarlo. Aporreó la ventana con fuerza y gritó como si estuviera desesperada. Porque así estaba, desesperada.
Volvió a golpear la ventana y a chillar, pero nadie le hacía caso. Era como si todos estuvieran perdidos en sus fantasías y mundos y ninguna persona estuviese atenta ni le importara lo que sucediese en aquella habitación.
De repente, escuchó pasos que cada vez sonaban más cerca. Echó un vistazo a todas las personas que estaban en La Corredera por si alguna de ellas se estaba acercando, pero no, todos seguían igual, jugando y hablando. Por puro instinto, se apoyó en la pared de enfrentede la de la minúscula ventana y pegó el oído a ese muro blanco, y esperó. Volvió a escuchar los pasos y se dio cuenta de que se estaban acercando a la habitación.
Cerezo en libros
Recuerdos
En realidad, era un pueblo más.
Uno de los muchos que alfombraban esa tierra tan singular que Castilla y León es.
Pero para mí era eso y mucho más. Cada año, desde mi infancia, transcurrían lentos y tediosos los nueve meses de vida en Madrid, interminables y monótonos hasta llegar la ansiada fecha en que preparábamos maletas, bártulos, bicicletas y otras pertenencias para trasladarnos al pueblo, a una casa alquilada, en la que íbamos a compartir alojamiento con sus propietarios creando así un vínculo que nos enriquecía mutuamente.
Y empezaba la emoción.
El trayecto en sí ya suponía una aventura. Dos horas con parada en la curva de Guadarrama, donde en un bar nos preparábamos con un café o un refresco, dando al autobús un respiro para atacar el reto de la subida al Alto del León.
Una vez en el pueblo, nos recibían gentes de allí que amablemente estaban dispuestos a echar una mano, y a los que saludábamos pletóricos de felicidad, encarando nada menos que tres largos meses de otra clase de vida llena de pequeñas aventuras y de mucha más libertad.
Todavía hoy después de muchos años, recuerdo con nostalgia esos días y ese olor único de pinos, tomillo, jara. En fin, de aire puro tan diferente del de la ciudad y que nada más pasar “el cruce” invadía los sentidos.
Pasaron los años y vinieron las pandillas, los primeros cigarros fumados a hurtadillas en las tapias del cementerio.
Los primeros escarceos amorosos. Unos se desvanecieron y otros perduraron en el tiempo.
Excursiones a Peña La Casa, Las Barrancas, mañanas en El Pinarillo donde ocasionalmente nos dejaban trillar.
He tenido la inmensa suerte de mantener el contacto con “mi pueblo” y agradezco a mis padres el que un día, huyendo del calor de Madrid, me trajeran aquí.
Cinderella
Tala indiscriminada
– ¡No puede permitirse lo que está haciendo el Ayuntamiento de El Espinar! -se quejaba el anciano a la periodista. El hombre llevaba una mascarilla negra y una llamativa pancarta. A unos quince metros, los empleados municipales talaban varios árboles.
– Con respecto a su pancarta… -empezó a decir la periodista.
– La pancarta no es tan importante como esto. ¡Esta semana el ayuntamiento ya ha talado veinte árboles de la Avenida Hontanilla y la Plaza de la Corredera! No pueden hacer tala indiscriminada. Mire, los árboles reducen la temperatura del suelo hasta cinco grados en verano. Sin ellos, el asfalto absorbe más calor y lo libera de noche, creando lo que los científicos llaman el «efecto isla de calor». ¡Es un desastre para nuestro municipio!
– Ya, ya, pero es que alguna gente de nuestra audiencia podría malinterpretar su pancarta… -intento decir la periodista. El cámara soltó una risita suave. Alguna gente que pasaba por la calle se volvía a mirar al anciano y a su pancarta.
– ¡La pancarta no viene a cuento de este tema! ¿Sabe cuánto oxígeno genera un árbol maduro? Más de 100 kilos al año, y eliminan toneladas de CO₂. Cada árbol que nos quitan nos deja con un aire más sucio y menos saludable. Esto no es una opinión, es ciencia.
– Mire, es que a nuestra audiencia le puede interesar mucho lo que dice su pancarta, y cuanto de lo que en ella se dice piensa usted realmente.
La pancarta del anciano rezaba, en mayúsculas:
«NO A LA PIZZA CON PIÑA
ORIGEN DEL CORONAVIRUS
ESTO ES VERDAD»
-Creo que está usted eligiendo centrarse en una parte muy pequeña de mí, de mi vida y de lo que hago, cuando el tema de los árboles es mucho más importante -respondió el anciano dignamente.
El Guardián de la Calle San Roque
El marqués
El marqués corría desesperado por los pasillos del palacio, no podía creer que todo aquello que se le había regalado en la vida por el simple hecho de nacer noble se lo arrebatara una maldición.
Algo que solo ocurría en los cuentos, pero le estaba pasando a él, a todos sus sirvientes, a su familia. No podía ser cierto, tendría que ser un sueño, algún episodio febril. Pero una pared derrumbándose a su lado le hizo darse cuenta que era real.
Todo por promover la ley de que todo aquel que no era nacido en El Espinar debía de ser expulsado. No entendía porque la gente se escandalizó, porque le insultaron. ¿El pueblo para la gente del pueblo? Tan ilógico no era. Cuando antes de entrar de nuevo al palacio una niña le cogió de la capa se dio la vuelta y cuando vio que estaba mugrienta, la apartó de malas maneras, a él no le podía tocar semejante chusma.
La niña cayó al suelo y lejos de llorar, algo que esperaba con verdadero placer el marqués, se levantó rápidamente. Con los ojos incendiados le miró a los suyos y fue clara en sus palabras “todo lo que tienes desaparecerá, quedarán los escudos para recordar la vergüenza que habitó en este pueblo y toda tu familia y tu séquito quedará convertido a ser cigüeñas. ¿No querías que la gente marchara de El Espinar? Ahora tú te verás obligado a hacerlo todos los inviernos de por vida”.
Cuentos infantiles se pensaba… Pero ahora todo se venía abajo menos los escudos de piedra tallados en la pared. Entró en la habitación de sus hijos, no los veía, pero dos pequeñas cigüeñas salieron de entre las sábanas…
La maldición del marqués de Perales no había hecho más que empezar.
Egahu
Aromas del recuerdo
Miró hacia abajo y se sorprendió al ver sus dedos deformados y temblones. Viéndolas ahora, parecía imposible que en algún momento aquellas manos hubieran servido para algo más que para levantar la cuchara con aquella insípida sopa.
Esas manos que parecían torcerse en un baile imposible hablaban de su ayer. Un ayer difícil en el que cada mañana el frío de la sierra se metía en sus huesos y sus articulaciones, mientras Platera, su fiel pollina, caminaba de su mano hasta el monte. Aún se entristecía al recordar que ella ya no estaba, que no podía acariciar su lomo mientras le daba una zanahoria o que no podía cepillarla tras volver al pueblo y descargarla de las leñas recogidas. Platera había sido su fiel compañera pero lo dejó solo mucho antes de que su deteriorada espalda empezara a quejarse.
Apartó la mirada de sus manos y la levantó hacia la ventana. Allí se alzaba el pinar que fue su casa. Ese en el que aprendió, junto a su padre, no sólo un oficio, sino también a respetar la naturaleza, a interpretar los sonidos, los vientos y los cambios de tiempo.
Su ajada mano llevó una nueva cucharada de sopa hacia sus labios. A veces olvidaba qué día era pero, al mirar por la ventana o al coger uno de los trozos de madera con los que se calentaba, los recuerdos se agolpaban en su cabeza y le devolvían su identidad. Una lágrima cayó recorriendo su cara… Él fue gabarrero, él era gabarrero.
Bastet
Un paseo por la travesía
Ella es Julia, tiene 17 años. Para unos, ella es el futuro. Para otros, una proyección de sus antepasados. Hija, nieta, bisnieta de otras “Julias” que marcaran un antes y un después.
Ella es Lady, no una labradora cualquiera, su “Lady”, nuestra “Lady”. Las dos, mujeres y parte de esta tierra, gabarrera, parada y fonda de gente ilustre y hoy morada de todos.
Sus “miras”, esas que recorremos los tres cada día. Esa ermita, la del Carmen; la Casa de las Cadenas, la Plaza del Coyote, donde una placa homenajea a Julia Alonso, minera y “Supersegoviana” del año en 2024. En Cerrillos Redondos, nuestros pies nos llevan hacia aquel apeadero. Antes, nos detenemos en esas pozas donde cada 31 de diciembre se celebra el último baño del año: el chapuzón del resfriado.
Lady me da con su hocico y seguimos andando hasta el apeadero. A lo lejos, el Puente del Ingeniero.
Cae la tarde y agilizamos nuestros pasos.
¡Ostras, me dejo algo, el socavón del Avenida!
¿Última parada el templete de La Plaza Castilla? No, nuestros pasos nos llevan más lejos, hasta el Preventorio.
Se va haciendo de noche, nos miramos los tres y damos por zanjado este precioso y reparador paseo diario.
Julia, mi Julia, nuestra Julia…
Me recuerda que ella y todas las “Julias” son el futuro y la esperanza de este pueblo cada vez más empoderado, igualitario y sororo entre las Julias del ayer, las del hoy y las del mañana.
Joan Ruflo
Ansiedad
Mientras la gente gritaba en la Corredera. Mientras el aire movía las corcheas de las canciones envolviendo todo a su paso. Mientras el olor a alcohol impregnaba cada rincón del pueblo, él, se alejaba hacia la montaña. Ya en la carretera de las barrancas su calvario menguaba al ritmo de aquel silencio que tanto anhelaba. A poca distancia trotaba Bruno con la prudencia del amigo que acompaña, sin un ladrido, sin un tirón, bien sabía que no era momento para la broma. Aun se oía el eco de los tambores amortiguados por la distancia. La agitada respiración disminuía su carencia y cada paso servía para adormecer aquella maldita ansiedad que se había apoderado de su cuerpo. Diez años habían pasado, pero dolía, su escozor era tan intenso que le quemaba en lo más profundo. Sentado sobre las rocas de la casa de las lanchas miraba a su fiel compañero que husmeaba entre las jaras, ausente del mundo, como le envidiaba. Recuerda ese sábado del pregón, subido al escenario, la adrenalina pegaba sus pies a la tarima, las manos temblorosas sudaban asidas al micrófono, todo un pueblo expectante. Pese a los focos distinguía a muchos de sus paisanos. Su torrente de voz esperaba impaciente el un, dos, tres, de las baquetas del batería. Sonaron si, pero sus cuerdas vocales no respondieron, quedó petrificado viendo como sus sueños se diluían por los huecos del tablao. Diez años de lucha contra el cáncer de garganta, en los Fuertes bien sabían de su guerra. La música le traicionó de la peor manera. Anochecía cuando llegaron a la calle principal, el ruido era atronador, su reloj avisaba el incremento en sus pulsaciones. Abrió la puerta del portal y enseguida la distinguió entre las sombras de la escalera, descansaba serena su fiel compañera, la ansiedad.
Novata
Aquel año de 1959…
Hacía tiempo que las ovejas, que cada día me mandaban mis padres a pastar a aquellos prados cercanos del río Moros verdes incluso en verano, desde nuestra pequeña casa en la Estación de El Espinar estaban intranquilas, el ruido y el ir y venir de vehículos era constante. Según decía mi padre, en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la construcción de la presa esa, en el Vado de las Cabras. La modernidad estaba llegando a nuestras vidas, después de la estación de ferrocarril y de las fábricas de madera, contar con agua en nuestras casas nos quitaría a mi hermana de ir tantas veces a la fuente, en el frio invierno o en el sofocante verano.
Ya no solo estaban pastando las mulas, que bajaban los largos árboles que cortaba y desramaba cada día el señor Aurelio y que al finalizar la jornada subía a encerrar en los rediles, que él mismo hacía entre los árboles con las “latas” que encontraba en sus idas y venidas por el pinar para pasar la noche; las vacas de Tomás, que tan pronto estaban en El Retamarón o en laDehesa de la Garganta, o nuestras ovejas, a las que yo vigilaba cada verano apoyado siempre en el árbol, estratégicamente elegido y de suave corteza, observando las nubes de verano que a veces anunciaban tormenta y me hacían refugiarme en Fuenteguijos hasta que amainaba uotras veces traían un calor asfixiante, que se llevaba mejor cerquita del río. Ahora además había trabajadores que subían y bajaban en los remolques, los camiones con el material para la presa y coches que nunca antes había visto, todo porque en unos años seríamos muchos más en mi pueblo, en La Estación de El Espinar.
Cabeza Reina
La encina de Clara
(El tiempo también echa raíces)
En 1920, Clara enterró una bellota junto a las vías de La Estación. El silbato del tren desgarró el aire frío de Segovia, arrastrando a su hijo, como a tantos, hacia Madrid. El berrocal guardó su lágrima silenciosa en la grieta donde brotó la encina.
Setenta años después, Luis regresó a la casa familiar cerrada durante décadas y se sentó bajo las altas ramas que Clara no alcanzó a ver. Siete metros de corteza surcada como mapas antiguos que tejía sombras sobre las traviesas oxidadas. En la pared desconchada, la foto amarillenta de Clara seguía desafiando al tiempo con su sonrisa anclada en un mar de pinos. La casa olía a resina, humedad y a historias olvidadas.
Inés subió al mirador de La Panera. Desde allí, el valle era un collage de verdes salpicado por los tejados rojizos. Ese año las casas veraniegas se ocuparon antes de tiempo por el éxodo de urbanitas que buscaban aire puro en tiempos de pandemia. En su mochila llevaba bellotas de la encina de Clara que se erguía entre pinos y robles donde había sido plantada cien años atrás. La Estación seguía uniendo raíces bajo la tierra.
Viviana Espinosa
La lluvia
La lluvia golpea la ventana dejando al aire en mi memoria, el recuerdo de los días lluviosos de mi infancia; con los pájaros a cubierto y a cubierto también su canto; los gorros a las cabezas, las botas de agua a los pies; las manos para jugar con los palos, que siempre convertíamos en juguetes.
Días infantiles de apoyar la nariz en el cristal, pensando en el arroyo Gargantilla, el que pasa por detrás de la casa de mi amigo Luis; vivíamos muy cerca y en el mejor pueblo del mundo, San Rafael. Recuerdo que mientras contemplaba la lluvia, quitaba pelotillas del jersey, eran inacabables; decía mi madre que fue un jersey de mi abuelo, tejido una y otra vez; mi abuelo era gabarrero, pero me acuerdo poco. Más me acuerdo de esos días lluviosos en los que mi madre hacía cuajada con esa leche espesa y recién ordeñada que me dejaba bigote, mientras mi padre se iba al rio con la azada para liberar el cauce “que no haya ramas atravesadas” -me decía- “hay que dejar que el rio corra bien”
Recuerdo a mi padre enseñándome a mirar al cielo para saber que tiempo haría, “¿mañana va a llover?” -me preguntaba él.
El arroyo Gargantilla aumentaba su cauce y parecía cantar, esperando las nieves que vestirían de blanco los pinares de nuestros juegos haciéndolos más divertidos aún.
Hoy desde mis ochenta años sentada en esta vieja mecedora, tan vieja como yo y que hizo mi abuelo con la leña de las cortas de mis queridos pinares, cierro los ojos y me veo a mí misma con la nariz pegada al cristal, escuchando la lluvia, soñando con aquellos días que solo en mi memoria volverán.
Que orgullosa me hace sentir mi pueblo, San Rafael.
Dña. Memoria
La Polaroid
Un cartel descolorido por el sol estaba pegado a una puerta desvencijada que daba acceso al palacio del Esquileo y la cara sonriente de la joven que en él aparecía captó enseguida mi atención. Desaparecida en San Rafael el 18 de febrero de 2025, rezaba con grandes letras el pie de la imagen, cualquier información que puedan aportar sobre su paradero… No pude seguir leyendo. Mi mano se introdujo en mi bolsillo para palpar aquella fotografía polaroid que justo ayer me encontré tirada en el aparcamiento de uno de los supermercados del pueblo. La saqué y temblando la aproximé al arrugado cartel. En la polaroid aparecía una joven de pelo largo y castaño, maniatada y con cinta adhesiva en su boca. Sus ojos, vidriosos, miraban suplicantes hacia la cámara. ¡Era ella! Volví a fijarme con detalle en la fotografía… justo detrás de la chica aparecía una ventana ovalada de piedra tallada, atravesada por una reja oxidada. El conjunto me resultó familiar. ¡Claro! Estaba cansado de verlo siempre que pasaba delante del majestuoso palacio abandonado. Miré a mi alrededor para comprobar que la calle estaba completamente solitaria, por lo que rodeé el edificio de piedra en busca de la ventana. Cuando vi un hueco en el muro no dudé en acceder al interior de la finca. La luz cada vez era más escasa por lo que tuve que encender la linterna de mi móvil. Caminé unos diez pasos entre la maleza cuando de pronto la linterna iluminó la ventana ovalada y el interior de una oscura habitación. En el suelo pude ver restos de cuerdas y de cinta adhesiva alrededor de una mancha oscura y reseca. Fue en ese instante cuando supe que había alguien detrás de mí, antes de que el silencio y la oscuridad se adueñasen de todo.
Tara Calico
La historia de Gabriel
Cuando era pequeña, contaba los días hasta el domingo que íbamos a visitar a mi abuelo al Espinar. Su casa vieja y pequeña, en las afueras del pueblo, me recordaba a las cabañas donde se metían los niños curiosos de los cuentos que por la noche mi padre me leía. Decía que de pequeño el abuelo le había contado historias a él, pero sin libro y de memoria.
El abuelo era un gran contador de historias. Historias de gente de verdad que había hecho cosas de verdad, decía él, sentado en su sillón de madera maciza con sus grandes manos entrelazadas encima de su barriga.
A veces más difíciles e increíbles que hacer magia. Decía que había que elegir bien las palabras para que la historia tuviera sentido. Y así me contaba la historia de Gabriel:
Gabriel salió con su mula al alba, cuando el pueblo aún bostezaba entre sombras,
arrancando el día con el olor a leña y el sonido de cascos en la calle empedrada.
Bajo la luz tenue, se reunió con otros hombres de brazos firmes y canciones alegres.
Avanzaba junto a ellos, aunque en el monte cada cual buscaría su propia senda.
Recordó la voz de su abuelo: “Sé gentil con tu mula, que es tu mejor compañera”.
Recortó cada tronco con destreza, al ritmo de hachas que silbaban el ritmo.
En el claro, mientras el sol trepaba alto, se aflojaba la faja y se unía al círculo donde
rondaban tortillas y torreznos, pan tierno y vino que reconfortaban cuerpo y espíritu.
Otro día más, otra jornada hasta que la tarde dorara las copas de los árboles,
Siguiendo el camino de vuelta entre bromas, coplas y el eco de un viejo estribillo:
«Señora pelofino, si compra leña, cómpremela usted a mí, que la traigo buena.»
Amancay
Entre montañas
Era una noche del mes de julio, año 1998. Eran ya los últimos días de mis vacaciones en el pequeño pueblo bajo las faldas de la sierra de Guadarrama, El Espinar.
Me gustaba salir a caminar por la montaña y sentarme sobre las piedras, rodeado de naturaleza. Aquella tarde perdí un poco la noción del tiempo y la noche cayó sobre mi, mientras avanzaba entre árboles. Algo llamó mi atención, unas luces a lo lejos se dirigían hacia mi. Me asusté y me escondí entre unos arbustos, ante mis ojos avanzaban unas figuras oscuras cubiertas con capas negras, con farolillos iban recitando algo que yo no podía entender. En cuanto me dejaron atrás, salí corriendo como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás… llegué a casa temblando de miedo, costó conciliar el sueño, luego pensé que todo era una pesadilla o producto de mi imaginación. En cualquier caso no volvería a correr el riesgo de que la noche cayera sobre mí entre montañas.
Lyd
Categoría Juvenil
-DESIERTO-
Categoría Infantil
El misterio de la iglesia de El Espinar
Era agosto, y cómo todos los veranos mis primos y yo dormíamos en casa de mis abuelos.
-Cuéntanos un cuento abuela. -decía mi primo David -Pero uno de esos de El Espinar.
Y mi abuela empezó a contar una historia sobre la iglesia del pueblo.
-Hace mucho tiempo, en el pueblo sucedían cosas rarísimas. Una de ellas fue que el alcalde del pueblo se metió un día en la iglesia y ya no salió. Corrieron las voces, pero nadie sabía qué hacer.
Un día, un valiente vecino se presentó en el pleno del Ayuntamiento y dijo que iría a rescatar al alcalde. Entonces, el joven entró a la iglesia y … ¡desapareció!
Fin de la historia. A dormir- Y se fue dejándonos con la intriga.
Al día siguiente, me fui con mis amigos y se lo conté todo. Ellos no se lo creyeron, pero entonces, apareció un anciano y dijo que debían creerme. Nos quedamos boquiabiertos, pero no nos dio tiempo a reaccionar porque apreció un joven preguntando por el señor, le indicamos por donde se había ido y le seguimos.
Los escuchamos diciendo que habíamos descubierto su historia y que creían qué les podíamos ayudar. En ese momento, mi amigo Pedro dijo:
– ¡Encantados!
-Pues no se hable más. Dijo el joven. Nos contaron lo que pasó, que cuando entraron en la iglesia, viajaron en el tiempo, y como esta no es su época no pueden morir.
Decidimos ir a la iglesia a investigar y no sé qué hicimos, que tocamos todos el mismo banco y aparecimos en la época de nuestros amigos. No sabíamos qué hacer, así que tocamos el banco sin resultado.
***
En casa, hicieron una búsqueda, pero no nos encontraron. Mis primos, decidieron ir a la iglesia y … ¡aparecieron con nosotros!
Continuará…
El Ruiseñor de los Tiempos
El turista casual
Había una vez un turista que fue a ver un pueblo llamado El Espinar. Le gusto tanto que se mudó.
Le gustaba un montón: la Corredera, el Ayuntamiento, los Murales y el parque Geromini.
Se llevaba muy bien con la gente.
De repente un día el turista desapareció y la luz que tenía El Espinar se apagó. La luz estuvo años apagada, hasta que apareció el turista. A todos les caía bien el turista.
Pero un día alguien lo engañó. Lo quería matar. Pero de repente aparecieron todos los vecinos y lo salvaron.
Después de salvarlo todos los vecinos comieron el bollo del Cristo del Caloco.
ROSA NEGRA
El pinarillo anciano
En el pinarillo siempre iban siempre los mismos niños y cada vez que estaban en el pinarillo lo veían más y más viejo.
Los niños también se hacen mayores y ya no podían hacer tantas cosas, y cada vez iban más al pinarillo porque no tenían nada que hacer.
Los constructores decían que ya no servía y que estaba muy viejo, y lo querían derribar para construir un centro comercial.
Los antiguos niños que iban al parque pidieron que se alojarán en una residencia justo al lado del pinarillo. Se juntaron todos e hicieron una cadena alrededor del pinarillo.
Los ancianos no resistieron mucho entonces aparecieron los niños más jóvenes que ya se hicieron adultos y tenían más fuerza.
Un anciano que se mudo aquí con 7 años dijo: “El pinarillo siempre me ayudó cuando me mude, cuando era nuevo y no tenía amigos, siempre ha estado con cada uno de nosotros”.
Aunque conmocionó a los obreros, a su jefa no le conmovió ni una gota.
La hija de la jefa era una de las que estaba en contra del derrumbamiento, a la madre le dio igual que su hija estuviera en contra del derrumbamiento.
Los turistas decían que no tuvieran piedad, y que manden una orden de desalojo a los ancianos que estaban en el pinarillo.
El pueblo estaba dividido en la gente que quería que se conservara y la otra mitad que se derribara. La gente del pueblo se puso a recoger firmas por todos lados.
Finalmente tras muchos debates y contar las muchas pero que muchas firmas llegaron a un acuerdo: construirán el centro comercial en otro lugar.
La neuróloga