REFLEXIONES, HISTORIAS DE VIDA Y OTROS AVATARES
Un hoyanco que se hizo espinariego
Hay establecimientos y/o negocios que son dignos de mención, además de contar la historia que va ligada a su presente, una historia de vida que hoy con el permiso de la familia tengo el gusto de compartir con ustedes, por las conexiones que existen entre sus protagonistas y la relación que su fundador estableció con el pueblo de El Espinar. Un ejemplo de trabajo, esfuerzo y sacrificio, dirigidos a ofrecer un trato cercano, honesto junto a una magnificencia por todos conocida.
El 27 de marzo de 1937 nacía Enrique Fernández Ochando en el seno de una familia humilde, el menor de cuatro hermanos, en plena contienda civil española, rodeado de pinos piñoneros, en un pueblecito de la provincia de Ávila llamado Hoyo de Pinares. En aquella casilla se criaron los hijos del matrimonio, empleado en las labores del campo y de la subsistencia que permitía la España de aquellos años en un entorno de escasas oportunidades que no fuesen las de ocuparse de unas cuantas viñas y un huerto para consumo propio, vendiendo el excedente que algunas cosechas producían y así obtener unas pesetas en los pueblos de alrededor e incluso llegando a zonas más alejadas en las que despuntaba una demanda creciente por las uvas y el vino procedente de Hoyo, territorios que pertenecían a la provincia colindante, Segovia.
Fueron tiempos difíciles, en los que trabajar sin descanso proporcionaba el sustento justo para cubrir las necesidades básicas pero nunca se disfrutaría de holguras y mucho menos de lujos en aquellas vidas sencillas exentas de comodidades, en la que las inquietudes y preocupaciones eran bien distintas a las de ahora. Sin embargo, las gentes de aquella época gozaban de una salud de hierro aclimatados a una forma de ganarse el pan a la que muchos sucumbirían hoy. Laborar el campo, y más concretamente las viñas, suponía aguantar jornadas largas e intensas de trabajo a cambio de jornales minúsculos que a veces no daban para pagar el terreno si era arrendado y/o cultivar la propiedad de manera que se obtuviera un remanente destinado a la venta, con el que ganar unas pesetas, y más concretamente el beneficio que reportaba el valorado albillo de Hoyo. Los vástagos crecían junto a aperos de labranza, viendo a los padres con sus indumentarias llenas de polvo y cansancio tras la ingrata faena, aseándose a la antigua cuando todavía el agua corriente era ciencia ficción, en el altillo un hato para ir acicalados y cumplir con días singulares en el calendario; la tarea de procurar grano en los sobraos para proveer al ganado, y noches de centinela en las que los hijos debían relevar a los padres para custodiar el fruto que dispensaban las delicadas vides, expuestas a cualquier peligro o eventualidad hasta la vendimia.
En este entorno de severa postguerra Enrique entró en una juventud adulta marcada por las circunstancias, ayudando a sus padres y hermanos con las tareas del campo, entregado al cuidado de las uvas para después cargarlas en las mulas y transportarlas hasta los parajes segovianos donde se tenía asegurada la venta de un género de temporada, tan exquisito como esperado por espinariegos y veraneantes que desembarcaban en El Espinar y San Rafael. Los uveros de Hoyo tenían que realizar el trayecto en varios días, lo que obligaba a hacer noche en los páramos de Campo Azálvaro, abrevando el ganado en las inmediaciones del río Voltoya.
Como consecuencia de los numerosos viajes desde Hoyo a El Espinar con la mula y las uvas, Enrique conoce a una guapa y recia espinariega, de la que se enamoró la primera vez que la vio. Las charlas entre ambos derivaron en un trato más cercano cada vez, y Enrique motivado por algo más que las uvas que vendía en tierras segovianas, continuó frecuentando a Angelines hasta que se hicieron novios en 1963. Angelines contaba con 27 años de edad y Enrique con 26. Poco tiempo después, un 10 de febrero de 1964 se casaban en la iglesia de San Eutropio de El Espinar.
Enrique y Angelines, ya como marido y mujer, se trasladan a Hoyo de Pinares, y alquilan una casita en la calle principal del pueblo, donde vivirían durante dos años. Allí nacerían sus dos primeros hijos, Azucena y Santiago. Más tarde, en 1966, con Santiago recién nacido, se fueron para El Espinar y se alojaron en el chamizo de la madre de Angelines, la Sra. Aurora, vendiendo fruta en el portal de unos amigos hasta que los ahorros y lo prestado por la tía Feli y la Sra. Emilia hicieron posible comprar una casa e instalar una pequeña frutería, convirtiendo la parte de arriba en la vivienda familiar, lugar en el que fueron naciendo sus otros hijos, Mª Ángeles, Toñi, Aurora y Quique. La Sra. Aurora se encargaba de la frutería mientras que Angelines cuidaba de sus hijos. Por su parte, Enrique iba de pueblo en pueblo con su furgoneta vendiendo fruta. A medida que los chicos iban creciendo le acompañarían en verano para echar las cuentas de la venta, y poco a poco ir ganando lo suficiente para adquirir un local en la zona de Los Rosales. Más tarde, comprarían la casa grande junto al Ayuntamiento donde el matrimonio se instaló de forma definitiva, trabajando incansablemente en la frutería que montaron en el local a pie de calle, con la ayuda de sus hijos, hasta su jubilación en 2007, a la edad de 70 años.
La frutería de Enrique era sinónimo de calidad. Cualquier cliente, espinariego o forastero, era despachado con desenvoltura y honestidad, sin artificios, dejando alto el dintel de la casa y garantizando que volvería satisfecho. Actualmente el negocio de la frutería continua, regentado por dos de sus hijos, Santi y Quique, con las mismas ganas, entrega, respeto y simpatía que lo hizo su padre y su madre toda la vida. Enrique murió a los 79 años dejando una profunda huella en todos los que le conocieron bien, un hombre bueno y desprendido que cautivó a sus vecinos y se integró en el pueblo de su mujer, en el suyo de adopción, del que fue parte importante y así se le recordará, como un icono en la historia del municipio, favoreciendo ese hermanamiento ineludible entre El Espinar y su querido Hoyo de Pinares, del que Enrique se sentía tan orgulloso.
Inolvidables serán sus simpáticos chascarrillos y ese voceo tan característico para avisar al personal que iba entrando en la frutería, cuando había albillo de Hoyo, y si mi padre se pasaba por allí compartían ese vínculo que les unía, Hoyo de Pinares, y al que a Enrique tanto le gustaba referirse, ofreciéndole esas distinguidas uvas que ambos apreciaban, de las que Enrique se había ocupado desde chaval en la Viña de Pintores, uvas con denominación de origen, un producto exquisito en aquel mercado espinariego que era su tienda, la frutería de Enrique -como todos la conocían-, a rebosar de frutas y verduras frescas, donde el cliente era y sigue siendo atendido con seriedad, amabilidad y generosidad.
Quiero agradecer expresamente a Rocío y a Quique su colaboración en este artículo que era menester dedicar a Enrique, alguien muy querido en el pueblo, que jamás olvidó sus orígenes sintiéndose un espinariego más, y al que siempre recordaremos de forma entrañable en su frutería, despachando con esa mirada bondadosa y profunda de ojos azules y ese desparpajo que su benjamín heredó, haciéndose merecedor del legado de su padre, y no menos reconocimiento a su señora esposa, madre de sus hijos y sostén de la familia, la Sra. Angelines González Pascual que a día de hoy cuenta con 88 años, una gran mujer, una buena espinariega, un ejemplo de resiliencia que se ganó el respeto y la admiración de todos nosotros.
Arancha González Herranz