—Mire usted, esa nube tiene la forma de una de esas máquinas que sirven para fabricar tapas de ollas exprés.
—Le falta la parte del solenoide.
—¿Esas máquinas llevan solenoide?
—Anda si no.
Don Senén bebe de las fuentes de Calanda cuando la sed no aprieta, como los melocotones tardíos (o tardanos), y gusta entonces de taparse de un sol que se oculta tras las nubes con las sombras que encuentra camufladas, las que esperan poder hacerse presentes.
—Hoy es quince de octubre. Cierto es que lo celebramos todos los años, pero hoy es especial porque son noventa y nueve años desde que Breton publicó el manifiesto del surrealismo.
—Los mismos desde que lo hizo Iván Goll, dos semanas antes.
—Hasta las atribuciones están sujetas a discusión.
Octubre este año estaba haciendo un curso de mes de agosto, pero parece que a mediados se ha aburrido y quiere volver a lo suyo, aunque —o por eso— sea tarde. Pienso comentarle esto a Don Senén, pero está entretenido intentando leer sin gafas el texto mínimo de un sobrecito de azúcar, y a tenor de sus gestos, con poco éxito.
—Estos pequeños envoltorios —dice— serían ideales para popularizar versos clásicos. Imagine usted una miríada de personas haciéndose adictas al envoltorio, coleccionándolos y disfrutando de ellos en las oscuras noches en que las brujas no salen a bailar, y en los puestos de filatelia ocuparían su lugar entre sellos y monedas: objetos deseados de colección.
—Y alguien con maldad infinita aprovecharía su grandísima difusión para incluir poco a poco faltas de orografía… digo… ortografía, y hacer que las personas perdieran la facilidad de comunicación.
Don Senén me mira como para opinar y calla. Intenta reforzar su mensaje con un dedo índice pero no lo hace, a consecuencia del silencio. El dedo y la frase se marchan a lomos de un petirrojo vestido de azul. Me gustan estos momentos. La combinación del olor dulzón y confortable del café choca con el saber ácido de las voces de los vecinos. El toque metálico de las cucharillas lleva el bajo en esta composición improvisada. Me siento apaciguado, como un tronco que flota tras un naufragio. Se lo digo a Don Senén.
—No había un solo expresionista reaccionario, eso lo convirtió en un credo.
No sé a qué esperan las hojas para caerse. No es que las critique, tan solo es que me gustaría saber por qué lo hacen. Si lo supiese a lo mejor intuiría el momento de mi caída definitiva, y tendría tiempo para decidir entre colchón o cemento. Se lo digo a Don Senén.
—Un colchón de cemento. Puede hacerse un colchón con cemento, pero no cemento con un colchón, y así nos va. Si el cemento de los muros estuviese hecho con colchones, tendríamos un magnífico aislante del frío y del ruido, y podríamos echar la siesta de pie, apoyados en las paredes. Pero como no es posible, dejamos ir nuestras cabezas a otros sitios, solo por no aguantar la mediocridad del cemento, gris y polvoroso, guardado en esos mediocres sacos de papel, mezclado en esas horrorosas máquinas siempre sucias y ruidosas. Odio esas máquinas.
—¿Polvoroso?
—Polvoroso.
Pienso entonces que el odio se nos agarra a las tripas sin que nos demos cuenta, y cuando se expresa a veces nos extraña. El odio solo se ríe de la pobreza de espíritu; siempre cabalga sobre ella, como un caballo daliniano de patas infinitas. Se lo digo a Don Senén.
—Esos caballos no podrían galopar sin fracturar sus patas.
—¿Facturar?
—Fracturar. Otra cosa sería si fuesen saltamontes dalinianos. Los saltamontes pueden tener las patas desproporcionadamente largas, tanto como la palabra que acabo de pronunciar. Hay arañas con las patas muy largas, de esas que parecen sacadas de la película de la Guerra de los Mundos, las de los invasores, las que masacran sin decir por qué, las que alguien habrá amado, ignorante de su valor. Pero no los caballos, esos no pueden ser. Podía parecer que las coristas tenían las piernas largas, pero era porque las levantaban mucho. Si las hubiesen tenido muy largas no podrían hacerlo sin golpear al público. Piense usted, don Manuel, en las consecuencias de semejante cosa.
Hoy el ambiente está entre espeso y volátil. El bar no quiere al otoño, como nadie quería al Lute antes de que fuese famoso y letrado. Luego sí se le quería, porque había pasado por el aro, por cañí, por lo de las gallinas, por lo de escaparse y tener esa cara de desgraciado de cuando lo cogieron, por pundonor o por simple aburrimiento, que eran los años del desarrollo y el turismo sofisticado, o eso nos parecía. Ahora a los delincuentes cutres ya no se les da tanta importancia, y si se hace es para reírse de ellos y para creer que nosotros lo hubiésemos hecho mejor. Se lo digo a Don Senén.
—Mire Don Manuel, creo que se está usted dejando llevar por el aniversario. Deje usted de mojar el periódico en el café y mire la belleza del otoño tras las ventanas.
Dejo el periódico manchado sobre la barra. Un golpe de aire lo levanta y, tras proferir un graznido, echa a volar hacia el fondo del local. Don Senén me mira, lo mira y se mira en un espejo.
—Es igual, ya lo había leído.
Manuel López Franco