VIAJES Y AVENTURAS ESPINARIEGAS
Las espinariegas Ana García, Paz García y Lorena María, y la vecina de Otero de Herreros Lucía Bravo, realizaron el pasado mes de octubre un viaje a Perú. Una aventura que cuentan así:
El vuelo que nos llevó de Madrid a Lima cruzó el Atlántico de noche. Y no hay nada como la adrenalina viajera para lanzarte a explorar una ciudad nueva recién bajada de un avión a las 6 de la mañana. Así que ahí estábamos, listas para visitar las ruinas de Huaca Pucllana. Todo el mundo habla de Machu Picchu, pero no tantos conocen esta pirámide de adobe en pleno corazón de Lima. Tampoco nosotras. Fue la primera de muchas ruinas que nos contarían historias fascinantes y nos ayudarían a entender más sobre Perú. Porque Perú va mucho de eso: de ruinas de civilizaciones antiguas, de una historia compartida (e impuesta), pero también de naturaleza, comida y folclore.
Lima es la introducción de Perú: su mercado central, sus restaurantes, vistas al Pacífico con surferos, artistas y hipsters en Barranco, y esos contrastes que van de lo gentrificado mirando al mar a lo desatendido unos metros más allá.
Desde allí, volamos al sur, a Arequipa, la ciudad natal de Vargas Llosa (sí, el último ex de Isabel Preysler). Arequipa nos pareció la ciudad más bonita del viaje. El Monasterio de Santa Catalina es como un pueblo del siglo XVI congelado en el tiempo. Las niñas de clase alta entraban al convento para vivir como monjas de clausura, pero siempre con criadas y, a veces, con sus primas o hermanas. El lugar es espectacular, y hasta nos pareció acogedor cuando la guía nos recordó que esa vida era bastante mejor que la alternativa: casarse jóvenes y tener hijos.
La lección exprés de historia peruana continuó con la momia Juanita. Bueno, la copia hiperrealista de Juanita, porque la auténtica está en un congelador universitario. Lo increíble es que los incas sacrificaban niños como ofrendas a los dioses, administrándoles sustancias potentes para que estuvieran tranquilos antes del sacrificio, pero no los momificaban. Juanita se congeló por accidente en el volcán Ampato, gracias al frío, como si el tiempo la hubiese guardado para contarnos su historia 600 años después.
Y aunque las ofrendas humanas son un tema poco digestivo, no nos quitaron el hambre. En La Nueva Palomino, una picantería famosa en Yanahuara, nos enfrentamos al célebre cuy (sí, conejillo de Indias). Total, crecimos comiendo cochinillo.
Seguimos por carretera hacia el Cañón del Colca: volcanes, llamas, alpacas, vicuñas, cóndores y hasta flamencos. El valle está lleno de vida tradicional en Chivay, donde no hay agua caliente, pero sí aguas termales y sopa de espárragos, que resulta que vienen de Perú.
Entre el mate de coca y la acetazolamida, combatimos el mal de altura rumbo a Puno, la puerta al Lago Titicaca. A casi 4000 metros, un parraque es más que probable, aunque hayas subido mil veces a Pasapán. El mítico lago Titicaca se visita en tour. Fuimos a las islas flotantes de los Uros, hechas de totora, una paja flotante, y aunque parecían algo turistada, las fotos quedaron preciosas. También visitamos la Isla Taquile, como una postal mediterránea trasplantada al altiplano: sopa de quinoa y trucha asada, mesa larga, toldo, vistas al lago… parecía una boda griega, pero con sabor peruano.
El bus a Cusco vibró durante las 8 horas de trayecto, pero todo esfuerzo merece la pena por llegar a la antigua capital inca. En la ciudad y sus alrededores, exploramos el pasado y el presente del pueblo peruano. Visitamos las interminables ruinas del Valle Sagrado, donde el guía nos contó que éramos wiraquchas, es decir, extranjeras en la tierra de los incas. Allí aprendimos cómo el pueblo inca tejía sus valiosas telas, cosechaba sal, experimentaba con sus cultivos, construía sus templos y viviendas, se comunicaban con el Universo y cómo la llegada de los españoles marcó, para siempre, todo aquello.
A Vinicunca, la montaña de los siete colores, también se llega desde Cusco, pero solo si te levantas a las 3 de la mañana tendrás la oportunidad de verla sin niebla. La ahora tan famosa montaña, que obviamente siempre estuvo ahí, se ha hecho más visible en los últimos años gracias a una combinación de cambio climático y la fiebre turística (en la que nosotras también participamos, claro). Esto ha permitido no solo apreciar sus colores, sino también acceder más fácilmente. Y por “más fácilmente” nos referimos a quedarte sin aire cada cinco pasos durante la subida; da igual cuántos mates de coca te hayas tomado, el ahogo es inevitable.
Una vez en la cima, puedes observar cómo la niebla comienza a cubrir la montaña a una velocidad vertiginosa, tan rápida que, de repente, te encuentras rodeada de una densa neblina. Ya no se ve nada, ni siquiera las llamas adornadas con coloridos pompones y gafas de sol, que hace un momento estaban justo ahí.
Y finalmente, Machu Picchu, que también nos recibió con una niebla blanca y espesa desde las 7 de la mañana, impidiéndonos ver la ciudadela. Pero nosotras no habíamos llegado hasta allí para rendirnos, y prometimos a los dioses incas que, si nos permitían contemplar su ciudad, regresaríamos a España para contar lo fascinante que había sido este viaje: todo lo que aprendimos de su pueblo, cuánto lamentábamos que nuestros antepasados hubieran intentado arrebatarles su cultura, y lo felices que estábamos de poder compartir ahora estas experiencias con ellos, los dioses incas.
Tras tres horas bajo la lluvia, el cielo se abrió y nos ofreció su mejor regalo: las vistas más míticas y místicas de esta maravilla arquitectónica, un recuerdo que nos acompañará siempre.